Marruecos es un país muy antiguo: aunque sus fronteras han variado con el tiempo, el reino actual hunde sus raíces siglos atrás, con una historia común e integradora de todos sus territorios. La Historia de Marruecos está detrás de todos los monumentos y leyendas que descubrirás durante tu viaje, por lo que hacer un repaso a sus distintos periodos resulta fundamental para comprender lo que verán tus ojos y escucharán tus oídos.
La Historia de Marruecos se puede dividir en varios periodos que, a su vez, cuentan con sus propias épocas diferenciadas. Esta es una tabla a modo de resumen:
Marruecos es un país principalmente árabe y musulmán, que considera que los primeros hombres de La Tierra fueron Adán y Eva. Pero el sustrato demográfico y cultural de los bereberes (amazigh) es también muy importante, algo que se puede apreciar en la propia Historia de Marruecos: están considerados los primeros pobladores estables y reconocibles del Magreb y, por tanto, de lo que hoy es Marruecos. Además, protagonizaron importantes dinastías en la Edad Media y todavía hoy buena parte de la sociedad es de esta etnia.
Los bereberes prefieren llamarse a sí mismos amazigh (en plural, imazighen), que significa ‘hombre libre’ o ‘pueblo libre’. Los imazighen, como veremos, aceptaron y asimilaron el Islam, pero mucho antes de ello ya tenían su propia religión. Y según sus creencias, también existió una primera pareja primitiva en La Tierra, que procreó 100 hijos y los envió a poblar el planeta.
Más allá de este origen mítico de la población en Marruecos y en el mundo, lo que sí se puede decir es que los imazighen fueron el resultado de un cruce de culturas saharauis (grandes criadores de caballos), mediterráneas (expertos pescadores) y locales (quizás, descendientes lejanos de los antiguos egipcios), que configuraron su cultura y su modo de vida entre el 5000 y el 2500 a.C, imponiéndose a la postre en buena parte del norte de África.
Algunos petroglifos prehistóricos dan buena cuenta de ello, como por ejemplo los encontrados en el Alto Atlas (Oukaimeden), datados en la Edad del Bronce (1600 a.C). En ellos se pueden distinguir escenas de caza, pesca y equitación, actividades que formaron parte de su vida cotidiana.
Desde el siglo IX aproximadamente, los imazighen del Magreb empiezan a entrar en contacto con otras culturas, en especial con los africanos del este y con los fenicios, grandes exploradores del Mediterráneo. La vocación de estos últimos siempre fue más comercial que conquistadora, lo que favoreció el intercambio, a todos los niveles, tanto cultural como mercantil.
Lixus, muy cerca de la actual Larache, en la costa Atlántica, fue la principal colonia fenicia en lo que hoy es Marruecos. Los fenicios estaban interesados en ganado y productos derivados, como lácteos y pieles, al tiempo que a cambio entregaban a los imazighen manufacturas, quienes además asimilaron la escritura púnica.
Esta relación estable explica, en buena medida, que los imazighen se pusieran del lado de los cartagineses en las guerras púnicas contra Roma, la incipiente potencia del Mediterráneo. Eso no impidió que, tiempo después, el norte de África cayera en manos de los romanos, que crearon aquí la provincia Mauritania Tingitana en el siglo I d.C, la cual llegaba hasta aproximadamente las montañas del Atlas.
El nombre de Mauritania deriva del ‘país de los Mauri’: así se referían los romanos a un reino del norte de África que, desde el siglo IV a.C , actuaba como una especie de confederación de pueblos imazighen. Y el término Tingitana hace referencia a una de las principales ciudades romanas del territorio: Tingis, en la actual Tánger.
El grado de romanización del territorio fue bastante alto en algunas zonas, siendo un buen ejemplo de ello Volubilis en tiempos de Juba II (el único monarca local con el que hubo una cierta estabilidad): una espectacular ciudad de unos 20.000 habitantes cerca de Meknes y que conserva importantes ruinas arqueológicas visitables en la actualidad. Ya en este periodo se acredita la presencia de comunidades judías.
Esa romanización no impidió que, en parte como acto de rebeldía contra Roma, muchos bereberes abrazaran la incipiente religión cristiana, prohibida en el Imperio Romano. De hecho, a partir del siglo I d.C, los conflictos fueron continuos, así como las ocupaciones extranjeras de vándalos y visigodos al norte del Atlas. Al sur de esta cadena montañosa, las tribus bereberes mantuvieron el control del territorio.
La crisis y caída del Imperio Romano a partir del siglo IV propició un fugaz periodo de dominio vándalo, en disputa con el Imperio Bizantino (siglo VI), que se proponía mantener la herencia romana pero que tuvo sólo un éxito limitado en algunas ciudades, como Essaouira, Tánger y Salé. En suma: un clima de división política, conflictos sociioreligiosos y gobiernos frágiles que supuso el caldo de cultivo para el triunfo del Islam.
La conquista árabe de Marruecos se data en el año 682, cuando el general omeya Uqba bin Nafi y sus tropas llegaron victoriosos hasta la costa Atlántica. No fue ni mucho menos un camino de rosas, como demuestra la feroz resistencia de la reina guerrera bereber Kharina, pero varias décadas después los nuevos dominadores ya habían alcanzado también los márgenes del Sahara.
Con paciencia, dotes diplomáticas y el uso de la fuerza, la islamización se fue expandiendo durante el siglo VIII en este territorio. La religión musulmana acabó convenciendo a las tribus bereberes locales, que se convirtieron mayoritariamente porque vieron en ella muchas similitudes con sus propias tradiciones.
De esta manera, con una sociedad regida por élites árabes pero formada por una amplia mayoría de población bereber, echa a andar un nuevo periodo que llega hasta nuestros días, aunque en la actualidad las tornas están cambiadas: hoy ‘solo’ el 35% de la población marroquí es de etnia bereber, según algunas estimaciones.
Pese a la exitosa islamización del Magreb occidental, los dirigentes omeyas no consiguieron echar raíces aquí y se vieron obligados a emigrar rumbo a Al-Andalus, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, donde ocuparon el trono. En cambio, quienes ocuparon el trono de un reino árabe más o menos unificado (que incluía el norte de Argelia) fueron los que, a la postre, acabaron siendo sus vecinos y rivales: los idrisíes.
Su fundador, Idriss I, era descendiente directo de Mahoma (por ser bisnieto de Alí, yerno y primo del profeta) y se vio obligado a huir de Bagdad tras un levantamiento fallido contra el califa abbasí. Idriss I gobernó desde su capital, Volubilis, pero poco después, su sucesor Idriss II llevó su centro administrativo, político y religioso a la recién fundada Fez, que además fue lugar de acogida de muchos chiítas emigrados de Córdoba (Al-Andalus) y Kairuán (actual Túnez).
Su verdadero apogeo llegó en la primera mitad del siglo IX, con sus primeros monarcas, pero a partir de entonces y hasta mediados del siglo XI, vivió una progresiva decadencia. Eso dio como resultado la aparición de principados menores y las injerencias de sus vecinos: los califas omeyas andalusíes dominaron fugazmente algunos territorios y los fatimíes de Egipto lanzaron campañas de hostigamiento en diferentes momentos, por parte de tribus beduinas.
Una causa (o consecuencia) de la decadencia de la dinastía idrisí fue la relajación en los preceptos coránicos, con versiones apócrifas y corrupción ligada al cobro de ‘limosnas obligatorias’. Esto ocurría sobre todo en el norte del reino, mientras que desde el suroeste del Sahara irrumpió una fuerza renovadora: la de los almorávides, que defendían una lectura mucho más estricta y ortodoxa del Corán.
Sus impulsores, de tribus bereberes sanhaya, fueron algo así como soldados-religiosos, llamados ‘morabitos’ (de ahí el nombre de la dinastía), que construyeron numerosos conventos fortificados conocidos como ribat. Fundaron la ciudad de Marrakech, convirtiéndola en capital de un nuevo imperio. Sus dominios llegaron a extenderse hasta Ghana y el sur de la Península Ibérica, pues acudieron al auxilio de los reinos taifas, surgidos tras la desmembración del Califato de Córdoba y amenazados por los reinos castellanos.
Entre los nombres más destacados están Abu Bakr Ibn Umar o Yusuf Ibn Tasfin, pero las constantes intrigas internas hicieron que el esplendor del imperio almorávide pronto decayera, menos de un siglo después de su auge.
¿Se podía ser todavía más ortodoxo que los almorávides? Sí, y la prueba fue la dinastía que llegó después: los almohades, de tribus bereberes masmudas, procedentes de las montañas del Alto Atlas y rivales históricos de los sanhaya, a los que no consideraban todo lo puritanos que debieran.
Su fundador fue el teólogo Ibn Tumart, y su epicentro espiritual fue la mezquita de Tinmel, todavía en pie y una de las pocas visitables del país, pues ya no se celebra culto en ella. Sin embargo, erigieron otros muchos monumentos, que son hoy auténticos iconos turísticos del país, como la Torre Hassan de Rabat y la mezquita de la Kutubia en Marrakech, ciudad que embellecieron y modernizaron, y desde la que gobernaron.
Algunos de los nombres más destacados fueron Abd el-Mumen y Al-Mansur. Lograron dominar un vasto territorio en el norte de África (incluyendo Argelia y Túnez) y en el sur de España, logrando una breve unificación de Al-Andalus y comerciando con importantes puertos del Mediterráneo. Además, su territorio fue cuna de importantes científicos e intelectuales, como Averroes.
Pero como suele pasar con todos los imperios, las causas internas (disputas y conspiraciones) y las causas externas (derrotas en la Península Ibérica, en especial la de las Navas de Tolosa de 1212), provocaron el declive y la posterior caída de los almohades. Solo faltaba el golpe de gracia de otra dinastía que tomara el mando, y esa fue la meriní.
Esta dinastía también tuvo origen bereber, en este caso de la rama zenata, asentada principalmente en el norte del país. Su capital fue Fez, a la que dotaron de uno de los grandes distintivos de su política cultural y religiosa: la fundación de madrasas, es decir, escuelas coránicas para la enseñanza reglada del Islam. Además, promovieron la agricultura y el comercio, que en ocasiones dejaban en manos cristianas o judías, a quienes grababan con impuestos especiales.
Con la dinastía meriní no se puede hablar de ‘imperio’: aunque trataron de restablecer territorios en Al-Ándalus y en el norte de África, en ocasiones con una política de enlaces matrimoniales, no acabó dando sus frutos. De hecho, sus mayores esfuerzos se dedicaron a defender el propio territorio: su sultanato se ciñó, a grandes rasgos, a lo que hoy es Marruecos, pues a aquella época se remonta la configuración actual del Magreb, con Argelia y Túnez como vecinos.
En este periodo entró en juego un nuevo ingrediente que complicó la situación: la peste negra de 1348, que causó estragos también en este sultanato. Pero de nuevo, las intrigas internas y los golpes desde el exterior (los portugueses conquistaron Ceuta en 1414) terminó por debilitar enormemente al sultanato meriní.
Al sultanato meriní le sucede un periodo de inestabilidad y división geográfica: en el norte, los wattásidas, fueron los herederos ‘naturales’ de éstos, puesto que compartían su linaje bereber zenata y habían ocupado altos puestos (visires) en los últimos años de aquel sultanato. Su entidad política a menudo se conoce como Reino de Fez, puesto que esa era su capital y su ciudad principal.
En el sur, desde el Valle del Draa, los saadíes (dinastía de origen árabe) fueron haciéndose fuertes, con Marrakech como capital. Aseguraban ser descendientes lejanos de Mahoma… aunque sus enemigos no lo creían así, y acabaron llamándoles saadíes de forma despectiva porque los relacionaban con la familia de Halimah Saadiyya, nodriza del profeta.
El dominio wattásida en el norte fue breve, pues los saadíes acabaron imponiéndose definitivamente en 1545, y poco después llegó la época de gran esplendor de esta monarquía, con el sultán Ahmed Al Mansur ed Dahbi a la cabeza, que forró de oro y piedras preciosas su Palacio el Badi de Marrakech… aunque sus sucesores lo desmantelaron.
Tanta riqueza provenía, en buena medida, del floreciente comercio con Europa y el Imperio Otomano, a los que proporcionaban mercancías tan valoradas como el oro, el marfil, el azúcar y los esclavos. Además, se afianzó el control de la ruta caravanera del desierto, llegando a controlar Tombuctú, al otro lado del Sahara.
Sin embargo, sus relaciones con otras potencias no fueron simplemente comerciales, ni mucho menos: también fue una época de enfrentamientos con la España de los Habsburgo y con los corsarios otomanos frente a las costas atlánticas.
Sin embargo, en la ecuación de este periodo entran también en juego los portugueses, con una relación ambivalente: entre la calma tensa y el enfrentamiento directo, puesto que esta potencia ibérica experimentó una gran expansión en los siglos XV y XVI, fundando importantes enclaves en la costa Atlántica como Mogador (Essaouira) o Mazagán (El Jadida).
Además, otro elemento a destacar en el Marruecos saadí fue la llegada masiva de inmigrantes desde España. Primero, de judíos expulsados por los Reyes Católicos a partir de 1492, fundando numerosos mellahs o juderías, o ampliando las ya existentes. Y después, desde comienzos del siglo XVII, de moriscos expulsados por Felipe III.
Sin embargo, las últimas décadas del sultanato saadí fueron muy conflictivas, hacia afuera pero también hacia adentro. Hacia afuera, porque el siglo XVII fue una época de esplendor para los piratas marroquíes, en especial los que operaban desde Salé (kasbah de los Oudayas), que llegaron a crear una república paralela. Y hacia adentro, porque el sultanato se vio sumido en una auténtica guerra civil.
La dinastía alauita es a la que pertenecen los monarcas marroquíes de la actualidad, pero su conexión con los orígenes del Islam es también directa: son descendientes de Mahoma, a través de la línea de Alí ibn Abi Tálib (cuarto sucesor del profeta) y Fátima az-Zahra (hija de Mahoma).
El fundador de la dinastía fue Mulay Alí al-Sharif, que se convirtió en sultán de Tafilalet en 1631 y desde esta localidad al sur del Atlas inició un movimiento de unificación y pacificación, que culminó su hijo Mulay Mohamed al-Rashid bin Sharif a mediados de siglo XVII.
Sin embargo, el miembro más destacado y recordado de los primeros alauitas fue Mulay Ismail. No solo por sus victorias militares que afianzaron el control del territorio frente a injerencias y amenazas extranjeras, sino también por su crueldad y despotismo. Reinó desde Meknes, una ciudad hecha a su medida, donde está su mausoleo.
El siglo XVIII, a la muerte de Mulay Ismail, fue un periodo de altibajos: prácticamente se instituyó la piratería como política exterior, pero en el país la situación de crisis se enquistó, azuzada por plagas y sequías. La reconstrucción y las reformas urbanísticas de algunas medinas, especialmente las que dejaron los portugueses en el Atlántico, fueron solo un espejismo.
En el siglo XIX, Marruecos cede a la influencia exterior de las principales potencias del momento, e incluso hace concesiones territoriales. Primero, con Francia, que buscaba ampliar su influencia en el país. Y después, con España, que en los años 60 de esa centuria venció una guerra que le aseguraba el control de diversos territorios en la costa mediterránea. Además, británicos y norteamericanos contribuyeron a declarar Tánger como Zona Internacional para fomentar el comercio desde 1880 y el establecimiento de grandes empresas extranjeras.
Los movimientos de las potencias europeas y de Estados Unidos a finales del siglo XIX en Marruecos fueron la antesala de lo que vino después: en pleno auge del movimiento colonialista, se celebraron la Conferencia de Algeciras (1906) y el Tratado de Fez (1912), que derivaron en el establecimiento en Marruecos dos protectorados: uno francés en el centro y el sur del país (con capital en Rabat) , y otro español, en el norte y en el Sahara Occidental (con capital en Tetuán). Tánger, por su parte, mantenía su carácter de Zona Internacional, que le dio un cierto aire cosmopolita.
De esta manera, quedaba en manos de extranjeros el aparato administrativo, así como los resortes de la economía y la defensa del territorio. Se eligieron sultanes locales de la dinastía alauita como títeres, así como hombres fuertes de la alta sociedad local, como Thami el Glaoui (Pachá de Marrakech), para la estabilidad en el sur, el Atlas y el desierto.
De aquel periodo del Protectorado ha quedado un legado para las ciudades marroquíes, que también pueden disfrutar en buena medida los turistas: las Ville Nouveau, es decir, ensanches modernos que se proyectaron para descongestionar las medinas y dar un aire de modernidad a los centros urbanos. El estilo arquitectónico de los edificios se inspiró en algunos casos en el estilo modernista o art decó de Francia (Rabat, Marrakech, etc.) y en la arquitectura andaluza (Tetuán), pero sin olvidar el estilo tradicional marroquí. De este modo, el resultado fueron avenidas y plazas en las que se establecieron las incipientes clases adineradas, así como instituciones de primer nivel o tiendas de lujo.
No faltaron, en cambio, los movimientos de resistencia y nacionalistas. En el Protectorado Español, destacó la autoproclamada República del Rif, fruto de la rebelión local en esta cadena montañosa, que acabó sofocando el ejército español. Y en el Protectorado Francés, prendió la llama de lo que acabaría siendo el movimiento de independencia, con un joven Mohammed V cada vez más influyente, lo que le valió un exilio a Madagascar.
Sin embargo, el movimiento no tenía vuelta atrás y en 1956 se reconoce la independencia de Marruecos con respecto a Francia y España, con Mohammed V como rey. Los españoles mantuvieron el Sahara Español, al sur, como provincia española algunos años más, pero en 1975, en los estertores de la dictadura franquista, se produce la Marcha Verde, tras la cual este territorio quedó bajo control ‘de facto’ de Marruecos. Esto último fue en contra del criterio de la ONU y de su vecina Argelia, lo que supone hoy uno de los principales puntos de desencuentro entre ambos países, que rompieron relaciones y cerraron sus fronteras indefinidamente.
Desde la independencia, Marruecos ha enfrentado diferentes retos que le han llevado hasta nuestros días. Ha ido abandonando la influencia francesa, incluyendo la oficialidad de su lengua, para dar un cariz más árabe a su sociedad, como así consagra su Constitución. Eso no ha impedido que, a raíz de la llegada de Mohammed VI al trono y tras la Primavera Árabe de 2011, se hicieran importantes concesiones en términos de libertades civiles y se limitara el poder del monarca en la política.
A nivel económico, Marruecos se ha integrado cada vez más en el mundo globalizado, destacando importantes acuerdos comerciales con la Unión Europea. En cuanto a la seguridad, el país ha adoptado una postura decidida frente a los movimientos terroristas, que lograron golpear en el pasado (Casablanca, 2003) pero no echar raíces como en otros países.
El terremoto de Agadir de 1960 fue una primera prueba para el joven Estado recién creado, pero al mismo tiempo, una oportunidad para iniciar la senda de un sector estratégico en la actualidad: el turismo, ya sea mediante la construcción de resorts, campos de golf y otros servicios, o a través de una rica oferta cultural en el resto del territorio, desde las ciudades al desierto, pasando por el Atlas.
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